A veces nuestra vida es como una montaña rusa, zarandeada por emociones contrarias, eventos que nos piden hacer una acción fuerte y luego hacer lo contrario… ¿acaso no nos hemos sentido identificados con lo que dice Eclesiastés?
(Eclesiastés 3) “1 Todas las cosas tienen su tiempo; todo lo que pasa debajo del sol tiene su hora.2 Hay tiempo de nacer, y tiempo de morir; tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado;3 tiempo de matar, y tiempo de curar; tiempo de derruir, y tiempo de edificar;4 tiempo de llorar, y tiempo de reír; tiempo de entregarse al luto, y tiempo de darse a la danza;5 tiempo de desparramar las piedras, y tiempo de recogerlas; tiempo de abrazar, y tiempo de soltar;6 tiempo de buscar, y tiempo de perder; tiempo de guardar, y tiempo de tirar;7 tiempo de rasgar, y tiempo de coser; tiempo de callar, y tiempo de hablar;8 tiempo de amar, y tiempo de aborrecer; tiempo de guerra, y tiempo de paz. 9 ¿Qué provecho saca el que se afana con todos sus trabajos?10 Consideré el trabajo que Dios ha dado a los hombres para que en él se ocupen.” ¿Cómo afrontar todo esto?
1. Pensando en la eternidad
Dice el monje Casiano: “Si tenemos fija la mirada en las cosas de la eternidad, y estamos persuadidos de que todo lo de este mundo pasa y termina, viviremos siempre contentos y permaneceremos inquebrantables en nuestro entusiasmo hasta el fin. Ni nos abatirá el infortunio, ni nos llenará de soberbia la prosperidad, porque consideraremos ambas cosas como caducas y transitorias”. (Instituciones, 9).
¿Cómo dibujarías el tiempo? Tal vez con una línea continua. ¿Y la eternidad? Probablemente te imaginas representarla como esa misma línea, pero con el inicio y el fin punteados, como para simbolizar que no tiene inicio ni fin. Bastante bien, aunque sería mucho más gráfico y más preciso representar la eternidad con un simple punto. Ya que así queda de manifiesto que la eternidad, aunque suene paradójico, es como un instante que no acaba jamás. No tiene antes ni después. En cambio, el tiempo sí.
Tiempo y eternidad, dos realidades de nuestra existencia. Una termina, la otra no. Una tiene antes y después, la otra es un eterno presente. El tiempo nos habla de la tierra, la eternidad, nos habla del cielo. El tiempo pasa, la eternidad no.
2. Dándonos cuenta de que vivimos en dos realidades
Aún más interesante es darnos cuenta de que en este preciso momento, estamos viviendo en ambas realidades. No todo se agota en el tiempo. Estamos haciendo y pensando cosas relativas al tiempo. Por ejemplo, lo que acabé o no de hacer en la oficina, el ahora estar sentado en una banca de madera tal vez un poco fría, o el saber que luego podré estar cenando algo muy rico. Todo eso sucede en el tiempo, hay un antes y un después. Sabes que en algún momento terminará. Por eso dice el salmo 144,4: “El hombre es semejante al viento, sus días, como sombra que pasa”.
A la vez, somos seres que vivimos en tocando la eternidad. Les pongo tres casos. Por ejemplo, todo eso que dijimos que piensas y quieres, lo haces gracias a que tienes un alma, y esta va más allá del tiempo, porque es inmortal. Aún más, estamos tocando la eternidad ya que nos encontramos participando del santo sacrificio de la Misa, una acción litúrgica sobrenatural y por lo tanto eterna, en donde se hace presente Jesucristo, Dios eterno e inmortal, creador del tiempo. También tocamos la eternidad al hacer una acción buena, meritoria, dejándonos mover por la virtud teologal de la caridad. Esas acciones son de valor infinito, porque son hechas movidos por un amor infinito de parte de Dios.
Por eso Eclesiastés decía “3,11 Todas las cosas hizo Él buenas a su tiempo, y hasta la eternidad la puso en sus corazones, sin que el hombre pueda comprender la obra de Dios desde el comienzo hasta el fin.”
Cada uno de nosotros vive en estas dos realidades, tiempo y eternidad. Mientras más conscientes seamos de ello y más pensemos en la eternidad bienaventurada que estamos llamados a alcanzar, como dice Casiano, todo lo que nos pase en el tiempo tendrá un valor distinto, sobre todo, aquellos eventos adversos que nos hacen o han hecho sufrir. Podremos afrontarlos de una manera verdaderamente realista y católica. Es decir, nuestra mirada se elevará por encima del tiempo y sus vicisitudes. Estará pensando en algo más grande.
3. Reconociendo a Cristo como Señor de mi tiempo y mi eternidad
«Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?» Respondió Pedro: «El Mesías de Dios». Entonces Jesús les ordenó severamente que no lo dijeran a nadie.
¿Por qué ordenó que no se lo dijeran a nadie? Porque la gente esperaba un Mesías del tiempo. Es decir, un Rey temporal, humano. En cambio, Cristo es el Mesías de Dios, el rey Eterno.
Debemos revisar la imagen que tenemos del Mesías para poder afrontar bien nuestras cruces. Hay que pensar en Cristo como dueño del tiempo, es decir, de todo lo que te suceda. Y también como Señor de la Eternidad, ya que allí desee que vivas con Él para siempre, con toda la fuerza de su Sagrado Corazón.
Solo así podremos unirnos a su Pasión y entender cuando nos diga: «Es necesario que el Hijo del hombre sufra mucho, que sea rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, que sea entregado a la muerte y que resucite al tercer día»… para la eternidad.
Recuerda que así como no podemos entender la eternidad porque se escapa a nuestra inteligencia, tampoco podremos entender perfectamente el porque a veces debemos nacer, morir, plantar, arrancar, matar, curar, destruir, construir, llorar, reír, estar de luto y luego bailar, abrazar y soltar o amar y odiar… por eso termina así el Eclesiastés: “Todas las cosas hizo Él buenas a su tiempo, y hasta la eternidad la puso en sus corazones, sin que el hombre pueda comprender la obra de Dios desde el comienzo hasta el fin.”
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Pidamos a María que nos ayude a preguntarnos como San Juan Berchmans, ¿de qué me sirve esto para la eternidad? Así nuestra mirada se elevará y será más fácil afrontar los vaivenes de la vida, valorándolo con una balanza de eternidad.
“Si tenemos fija la mirada en las cosas de la eternidad, y estamos persuadidos de que todo lo de este mundo pasa y termina, viviremos siempre contentos y permaneceremos inquebrantables en nuestro entusiasmo hasta el fin…”. (Instituciones, 9).