Royo Marín, OP, Teología de la Perfección Cristiana, 369-376
El apetito sensitivo, llamado también sensualidad, es una fuerza genérica dividida en dos potencias, que son las dos especies del apetito sensitivo, a saber: el apetito concupiscible y el irascible. El primero tiene por objeto el bien deleitable y de fácil consecución; el segundo, el bien arduo y difícil de alcanzar. Y estas dos inclinaciones no pueden reducirse a un principio único o en especie átoma, sino que arguyen forzosamente dos potencias realmente distintas entre sí.
Los diferentes movimientos del apetito sensitivo hacia el bien aprehendido por los sentidos dan origen a las pasiones. Regular y purificar el funcionamiento de éstas equivale, pues, a la regulación y purificación del apetito sensitivo.
1. Las pasiones son necesarias
Dos son las principales acepciones con que suele emplearse esta palabra. En su sentido filosófico son movimientos o energías que podemos emplear para el bien o para el mal. De suyo, en sí mismas, no son buenas ni malas: todo depende de la orientación que se les dé. Puestas al servicio del bien, pueden prestarnos servicios incalculables, hasta el punto de poderse afirmar que es moralmente imposible que un alma pueda llegar a las grandes alturas de la santidad sin poseer una gran riqueza pasional orientada hacia Dios; pero, puestas al servicio del mal, se convierten en fuerza destructora, de eficacia verdaderamente espantosa.
En el lenguaje popular, y en el de una buena parte de los autores espirituales, la palabra pasión suele emplearse en su sentido peyorativo, como sinónimo de pasión mala, como algo que es preciso combatir y dominar.
Nosotros la emplearemos en su sentido filosófico, como fuerzas de suyo indiferentes que hay que saber encauzar por los caminos del bien, señalando al mismo tiempo las desviaciones que podrían sufrir y los medios para evitarlas.
2. ¿Qué son las pasiones?
Las pasiones no son otra cosa que el movimiento del apetito sensitivo nacido de la aprehensión del bien o del mal sensible con cierta conmoción refleja más o menos intensa en el organismo.
El movimiento pasional propiamente dicho siempre suele ser intenso. De ahí esa conmoción orgánica que de él se deriva como una consecuencia natural. Así, la ira enciende el rostro en indignación y pone en tensión los nervios; el miedo hace palidecer; el amor ensancha el corazón, y el temor lo encoge, etc. Con todo, la intensidad de esa conmoción no es siempre uniforme: dependerá en cada caso de la constitución fisiológica del hombre, de la brusquedad de la sacudida pasional y del mayor o menor dominio que se tenga de sí mismo.
3. ¿Cuántas pasiones tenemos?
San Juan de la Cruz sigue la clasificación de Boecio, a base de las cuatro pasiones fundamentales: gozo, esperanza, dolor y temor. Pero es clásica la división escolástica, que señala once pasiones: seis pertenecientes al apetito concupiscible y cinco al irascible. He aquí de qué manera se originan en ambos apetitos:
Bossuet notó agudamente que todas las pasiones pueden reducirse al amor, que es la fundamental y como la raíz de todas ellas.
«Podemos decir, si consultamos lo que pasa en nosotros mismos, que nuestras pasiones se reducen a sólo el amor, que las encierra y excita todas. El odio hacia algún objeto no viene sino del amor que se tiene a algún otro. No odio la enfermedad sino porque amo la salud. No tengo aversión hacia alguno sino porque me es un obstáculo para poseer lo que amo. El deseo no es más que un amor que se extiende a un bien que no se posee todavía, así como el gozo es un amor que se apega al bien poseído, ha fuga y la tristeza son un amor que se aleja del mal que le privaría de su bien y que se aflige. La audacia es un amor que emprende, para poseer el objeto amado, lo que hay de más difícil, y el temor es un amor que, viéndose amenazado de perder lo que busca, es atormentado por este peligro. La esperanza es un amor que confía poseer el objeto amado, y la desesperación es un amor desolado al verse privado para siempre de él, lo que le causa un abatimiento del que no se puede levantar. La ira es un amor irritado al ver que se le quiere quitar su bien y se esfuerza en defenderlo. En fin, suprimid el amor, y ya no hay pasiones; ponedlo, y las haréis nacer todas».
4. Influencia de las pasiones en nuestra vida
La gran importancia de las pasiones se deduce de su influencia decisiva en la vida física, intelectual y moral del hombre.
4.1 Vida física
Sin la previa excitación de los apetitos, apenas damos un paso en nuestra vida física, mientras que la excitación pasional nos hace desplegar una actividad extraordinaria para el bien o para el mal. Añádase a esto que ciertas pasiones influyen poderosamente en la salud corporal y pueden llegar a producir la misma muerte, sobre todo la tristeza: «quae magis nocet corpori quam aliae passiones», como dice Santo Tomás.
4.2 Vida intelectual
Es incalculable el influjo de nuestras pasiones sobre nuestras ideas. Balmes lo notó agudamente en El criterio. La mayor parte de las traiciones y apostasías tienen su última y más profunda raíz en el desorden de las propias pasiones. Lo advierte con sagacidad P. Bourgef. «Es necesario vivir como se piensa; de lo contrario, tarde o temprano se acaba por pensar como se ha vivido». ¿Qué otra cosa puede explicar la lamentable defección de Lutero y de tantos otros como él?
4.3 La vida moral
Las pasiones aumentan o disminuyen la bondad o malicia, el mérito o demérito de nuestros actos. Lo disminuyen cuando obramos el bien o el mal más por el impulso de la pasión que de la libre elección de la voluntad; lo aumentan cuando la voluntad confirma el movimiento antecedente de la pasión y lo utiliza para obrar con mayor intensidad.
5. Educación de las pasiones
De la importancia extraordinaria de las pasiones se deduce la necesidad de educarlas convenientemente, apartándolas del mal y poniéndolas al servicio del bien.
En primer lugar, ¿es posible educar las pasiones? Indudablemente que sí. Siendo como son de suyo indiferentes en el orden moral, su misma naturaleza exige dirección y encauzamiento. Es verdad que no tenemos imperio despótico sobre ellas, sino únicamente político; pero una sabia organización de todos nuestros recursos psicológicos puede dar por resultado un perfecto control de nuestras pasiones, hasta el punto de que únicamente se substraigan al mismo los llamados «primeros movimientos», que no afectan, por otra parte, a la moralidad de nuestras acciones.
La experiencia diaria confirma estos principios. Todos tenemos conciencia de la responsabilidad de nuestros impulsos pasionales. Cuando nos dejamos llevar de un impulso desordenado, sentimos en seguida las punzadas del remordimiento; si, por el contrario, hemos resistido a él, experimentamos la satisfacción y el goce del deber cumplido. Prueba inequívoca de que nos sentimos libres frente al ímpetu pasional y de que, por lo mismo, está en nuestras manos su dirección y encauzamiento. La historia de todas las conversiones ofrece una nueva prueba, palmaria e indiscutible, de la educabilidad de las pasiones. Hombres que, llevados de sus pasiones desordenadas, se habían dejado arrastrar hasta los más inmundos lodazales, empiezan, a partir de su conversión, una vida casta y morigerada; al principio venciendo, quizá, grandes dificultades, pero llegando a adquirir poco a poco el pleno dominio y perfecto control de sí mismos.
6. ¿Qué principios seguir?
El P. Eymieu ha expuesto con acierto esta importante materia. He aquí los tres principios fundamentales que expone largamente en su libro:
1° Toda idea tiende a producir el acto correspondiente.
Este principio es particularmente verdadero si esa idea o sentimiento va acompañado de emociones fuertes y vivas representaciones. De este principio se desprende, como norma de conducta, la necesidad de fomentar en sí ideas conformes a las acciones que se quieren realizar y evitar cuidadosamente las que se refieren a acciones que se quieren evitar. De esta manera se gobiernan los actos por medio de las ideas.
2.° Todo acto suscita el sentimiento del cual es expresión normal.
La regla de conducta que se desprende de aquí es que para adquirir el sentimiento que se desea—o sea para intensificar la pasión que queremos fomentar—es preciso obrar como si se tuviera ya. De esta forma se gobiernan los sentimientos por medio de los actos.
3°. La pasión acrecienta las fuerzas psicológicas del hombre hasta elevarlas a su mayor intensidad y las utiliza para conseguir lo que pretende.
De donde se deduce la necesidad de procurarse una pasión muy bien escogida para llevar al máximo rendimiento nuestras energías psicológicas. De esta manera, por medio de los sentimientos se gobiernan las ideas y los actos.
Estos son los principios fundamentales en el control y gobierno de las pasiones. Pero precisemos más en particular las normas de conducta en la línea del mal y en la línea del bien.
7. Luchar contra el desorden de las pasiones
Desde el punto de vista psicológico, no cabe duda que el remedio capital contra las pasiones desordenadas será siempre una voluntad firme y decidida de vencer. Únicamente contra ella se estrellará el ímpetu pasional. Pero no basta una voluntad puramente teórica o soñadora, sino una decisión enérgica e inquebrantable, que se traduzca en el empleo de los procedimientos tácticos para obtener la victoria, sobre todo si se trata de combatir una vieja pasión fuertemente arraigada. He aquí las líneas fundamentales de esa estrategia práctica 17:
1°. Actuar sin descanso sobre las causas de la pasión.
Temperamento, atavismo, influencias exteriores, facultades intelectuales y sensibles, ocasiones próximas y remotas. Este último punto—la huida de las ocasiones— es básico y fundamental. Una voluntad debilitada por una pasión violenta sucumbirá sin esfuerzo ante una ocasión peligrosa. Se impone como norma indispensable la huida absoluta y radical de todo cuanto pueda resultar incentivo para la pasión. Sin esto, el fracaso es seguro, y la recaída cierta.
2°. Impedir con energía nuevas manifestaciones de la pasión.
Todo nuevo acto da a la pasión nuevas y redobladas energías. No se duerme a una fiera—matarla del todo es imposible en nuestro caso—arrojándole de cuando en cuando un mendrugo… Este es el secreto del fracaso de tantos jóvenes en la lucha contra la impureza. Cuando se sienten fuertemente tentados, ceden a los embates de la pasión «para quedarse tranquilos unos días». Es una gran equivocación. Lejos de sosegar sus pasiones, no hacen con ello más que aumentar sus exigencias y prolongar indefinidamente una lucha en la que nunca obtendrán la victoria: han equivocado el camino. Hay que resistir «hasta derramar sangre» si es preciso, como dice enérgicamente San Pablo (Hebr. 12,4). Sólo así se va debilitando la fuerza de la pasión, hasta dejarnos, finalmente, en paz.
3°. Dar a la pasión objetos distintos de los que se la quiere apartar.
Ciertas pasiones no tienen más que cambiar de objeto para convertirse en virtudes. El amor sensual puede transformarse en sobrenatural y divino. La ambición es virtud excelente cuando se dirige a la extensión del reino de Dios. El temor a los peligros puede resultarnos utilísimo en la fuga de las ocasiones pecaminosas, etc. Esto nos lleva a hablar de la orientación positiva de las pasiones hacia el bien.
8. Orientación de las pasiones hacia el bien
Señalemos uno a uno los principales objetos hacia los que hemos de encauzar nuestros ímpetus pasionales:
- El amor hay que encauzarlo: a) en el orden natural: a la familia, a las amistades buenas, a la ciencia, al arte, a la patria…; b) en el orden sobrenatural: a Dios, a Jesucristo (el amigo más fiel y generoso), a María, a los ángeles y santos, a la Iglesia, a las almas…
- El odio hay que orientarlo hacia el pecado, enemigos de nuestra alma (mundo, demonio y carne) y todo aquello que pueda rebajarnos y envilecernos en el orden natural o sobrenatural.
- El deseo hay que transformarlo en legítima ambición: natural, de ser provechoso a la familia y a la patria, y sobrenatural, de alcanzar a toda costa la perfección y la santidad.
- La fuga o aversión tiene su objeto más noble en la huida de las ocasiones peligrosas, en evitar cuidadosamente todo aquello que pueda comprometer nuestra salvación o santificación.
- El gozo hemos de hacerlo recaer en el cumplimiento perfecto de la voluntad de Dios sobre nosotros, en el triunfo de la causa del bien en el mundo entero, en la dicha de sentirse, por la gracia santificante, hijo de Dios y miembro vivo de Jesucristo…
- La tristeza y el dolor hallan su expresión adecuada en la contemplación de la pasión de Jesucristo, de los dolores de María, en los sufrimientos y persecuciones de que es víctima la Iglesia o los mejores de sus hijos, del triunfo del mal y de la inmoralidad en el mundo…
- La esperanza ha de alimentarse en la soberana perspectiva de la felicidad inenarrable que nos aguarda en la vida eterna, en la confianza omnímoda en la ayuda de Dios durante el destierro, en la seguridad de la protección de María «ahora y en la hora de nuestra muerte»…
- La desesperación hay que transformarla en una discreta desconfianza en nosotros mismos, fundada en nuestros pecados y en la debilidad de nuestras fuerzas, pero plenamente contrarrestada por una confianza omnímoda en el amor y misericordia de Dios y en la ayuda de su divina gracia.
- La audacia ha de convertirse en animosa intrepidez y valentía para afrontar y superar todos los obstáculos y dificultades que se interpongan ante el cumplimiento de nuestro deber y en el proceso de nuestra santificación, recordando que «el reino de los cielos padece violencia, y solamente los que se la hacen a sí mismos lo arrebatan» (Mt. 11,12).
- El temor ha de recaer en la posibilidad del pecado, único verdadero mal que puede sobrevenirnos, y en la pérdida temporal o eterna de Dios, que sería su consecuencia; pero no de manera que nos lleve al abatimiento, sino como acicate y estímulo para morir antes que pecar.
- La ira, en fin, hay que transformarla en santa indignación que nos arme fuertemente contra el mal.
9. Consejos de dirección espiritual
El director debe examinar cuidadosamente cuál es la pasión o pasiones que predominan en el alma que se pone bajo su gobierno. Y, una vez averiguadas, impóngale como materia de examen particular, no la extinción de esas pasiones (sería trabajo inútil y contraproducente), sino su dirección y encauzamiento en la forma que hemos indicado.
Dirija sus esfuerzos principalmente a la reforma y encauce de la pasión dominante, atacándola de frente, sin descuidar, empero, la reforma de las demás pasiones. Vuelva a la carga una y otra vez, pídale cuenta de los adelantos y retrocesos y no descanse, en fin, hasta conseguir orientar hacia Dios toda la vida pasional del dirigido.
No es trabajo fácil, y la labor durará toda la vida sin duda alguna; pero es algo de importancia verdaderamente capital. Una de las causas más generales de tantas santidades frustradas es la de no haberle concedido la debida importancia al encauce y utilización de las grandes energías de la vida pasional. Sin pasiones, sin grandes pasiones orientadas hacia el bien, es imposible ser un santo.