Es necesario que juzguemos la realidad para poder tomar decisiones.
Por ejemplo, es necesario que juzguemos si es ahora cuando debo cruzar la pista o no, si el agua está hervida para tomar un café, si hace frío como para abrigarme o no, si esta persona con un cuchillo quiere mostrármelo a ver que me parece o quiere robarme el celular, si este colegio es bueno para matricular a mis hijos allí…
En todos estos casos, es necesario juzgar para poder decidir. Es algo inherente a nuestra condición de humanos y algo necesario para ser personas libres y maduras. Mientras uno juzgue mejor la realidad, podrá actuar mejor.
Recordemos cuando éramos niños y queríamos cruzar la avenida sin mirar, comer tierra o pensábamos que todos los perros son buenos… En cambio ahora, podemos hacer juicios objetivos acerca de esas realidades. A lo que se refiere este pasaje del evangelio es a otros dos casos de “juicio”: cuando se trata de juzgar al prójimo y cuando te juzgas a ti mismo.
En primer lugar los llamados “juicios temerarios”. Es decir, cuando juzgamos las cosas, sobre todo las personas, arriesgándonos a que nos estemos equivocando y, aun así, sancionamos las cosas -sobre todo las personas-, como si dijésemos “caso cerrado”, pensando que yo tengo la última palabra y la realidad es tal cual la veo yo.
Aquí muchas veces nos falla la humildad y la inteligencia para darnos cuenta que existe la posibilidad de que nos estemos equivocando… como suele pasar. San Juan de la Cruz habla de esto en sus cautelas y es muy directo. Dice que muchos religiosos por no guardar esto han perdido la paz en su alma y han ido siempre para atrás, de mal en peor. (Cfr. Lucas de San José, CD. La Santidad en el claustro. Pág. 106). Y más incisivo Santo Tomás dice (II-II, 60, 3: El juicio) que “la propensión no ya a juzgar, sino tan sólo a sospechar mal del prójimo, supone ordinariamente perversidad de corazón. Porque la inclinación de uno a sospechar mal del prójimo casi siempre procede: o de que él mismo es malo, y asi quizá sin darse cuenta, juzga por si a los demás; o bien de que a su prójimo le tiene alguna mala voluntad, sintiendo por él enfado, envidia, aborrecimiento o desprecio. Y asi naturalmente experimenta cierta complacencia secreta en el mal que acontece a su hermano; y por lo mismo cree con facilidad aquello que le causa gusto o placer”.
Por eso, hay tres razones por las que podemos equivocarnos al juzgar dice San Juan de la Cruz en sus Cautelas: 1) Porque no conoces la intención del otro (relacionado con lo de Santo Tomás). Puede ser que tenga buena intención pero es despistado. 2) Porque puede ser que no tengas todos los elementos para juzgar objetivamente lo que está haciendo el otro. Como cuando ves a alguien haciendo una actividad que no está en el horario, y puede ser que tenga permiso o alguna necesidad grave. 3) Porque aún teniendo todos los elementos, hay cosas que no entenderás. «Si quieres mirar en algo, aunque vivas entre ángeles, te parecerán muchas cosas no bien, por no entender tú la substancia de ellas». (Santidad… pág. 96)
Otro defecto en el juicio, es ya no el juzgar a los demás, sino el juzgarnos a nosotros mismos. Somos muchas veces poco indulgentes, esto no quiere decir que no nos exijamos radicalidad en el seguimiento de Cristo o que no debamos examinarnos continuamente. Me refiero a que a veces, cuando juzgamos las obras que hicimos y nos dimos cuenta que estuvieron mal hechas o fueron malas, nos bajoneamos. Y esto, no por virtud, sino por vicio. Es decir, no por humildad, sino por soberbia. Porque pensamos “¿cómo puede ser que “yo” haya podido hacer esto?”… ¿de qué te sorprendes?
Somos criaturas desde que fuimos concebidos y lo seguiremos siendo para siempre, aunque estemos viendo el rostro de Dios en el cielo. Justamente, en el cielo, es el único lugar en donde ya no podremos pecar. Mientras tanto, aquí en la tierra, hay que ser realistas y luchar sin descanso por levantarnos.
Hay que encontrar la medida prudencial al juzgarnos, que no sea ni tan rigurosamente por soberbia, ni tan laxamente por pusilanimidad o tibieza.
Entonces, vemos que para poder juzgar, ya sea de las personas o de nosotros mismos necesitamos algo esencial: la humildad.
Pidamos a la Santísima Virgen poder reconocer nuestra pequeñez, pero sobre todo, la grandeza de Dios.