A partir del caso de la crisis ucraniana. Nota del Observatorio Cardenal Van Thuân
Fuente: https://mailchi.mp/3005e0fb39a6/ita-eng-esp-sul-significato-di-occidente-prendendo-spunto-dalla-crisi-ucraina?e=95bd417eed
https://www.vanthuanobservatory.org/
N. d. E. : No encontré este artículo en su sitio web, solo llegó por mail. Por ello lo publico entero en este blog.
Aclarar la noción de Occidente es de gran importancia, sobre todo hoy en día al reflexionar sobre la guerra en Ucrania. La idea correcta de Occidente puede ser muy útil para la causa de la paz. Con esta Nota, el Observatorio no interviene específicamente en el conflicto actual, sino que propone un horizonte que parece más adecuado que los que hoy prevalecen. Concebir el conflicto actual como interno en Occidente, casi una «guerra civil en Occidente», o concebirlo como un choque entre Occidente y algo opuesto a él, son visiones muy diferentes. Creemos que la primera -que pretendemos apoyar aquí- es la más correcta y, por tanto, también la más adecuada para ayudar a superar la tensión, ya que indica un origen y una matriz de procedencia comunes.
Por supuesto, Occidente no puede entenderse en un sentido geográfico, no solo porque, dada la esfericidad de la tierra, nadie está en Occidente sin estar a su vez al Este de un Occidente, sino sobre todo porque lo que se considera Occidente tiene una amplia libertad geográfica: por ejemplo, Australia y Nueva Zelanda se consideran Occidente.
Se podría decir entonces que Occidente no es más que la Magna Europa, es decir, Europa y sus proyecciones extraeuropeas (América, Oceanía, Filipinas, África cristiana). Europa, entendida como Occidente, no es entonces un lugar geográfico sino una civilización. Geográficamente, Turquía (en parte), la República Turca del Norte de Chipre, el Kosovo islámico, la Bosnia musulmana y Albania son ciertamente Europa; ¿lo son también en el sentido de civilización europea? Al igual que existe una Europa entendida como civilización fuera de la Europa geográfica, existen civilizaciones o aspectos de la civilización dentro de la Europa geográfica que no se ajustan a la civilización europea.
Por tanto, Occidente y Europa son una civilización. Es la civilización nacida de la síntesis providencial de la revelación divina, la filosofía griega y el derecho romano, es decir, la civilización cristiana. El cristianismo, Europa y Occidente son conceptos que se superponen. El significado esencial y no geográfico de Occidente es la civilización cristiana nacida del encuentro entre el clasicismo grecorromano y el Evangelio. Un encuentro favorecido, de forma extraordinaria, por el monaquismo, que sintetizó el Evangelio, la latinitas y la germanitas en una única y distintiva realidad histórica. La civilización surgida de esta síntesis trasciende las fronteras geográficas, porque su centro no es geométrico, sino divino (Jesucristo). La propia distinción, dentro del cristianismo, entre el monacato oriental y el occidental es efímera e insustancial: se trata de un mismo monacato, diferente del monacato no cristiano y encarnado en las múltiples tradiciones populares. Esto hace que Occidente (entendido como cristianismo) sea una civilización esencialmente diferente del mundo islámico y de las civilizaciones de la India, China, Japón, etc.
Entendido así, Occidente será ciertamente Europa y sus proyecciones extraeuropeas, pero también se entenderá como inseparable de aquellos cristianismos milenarios fuera de la ecúmene grecorromana como, por ejemplo, el etíope o el armenio. Un Occidente así entendido considerará a las civilizaciones cristianas situadas como minorías en países no cristianos (por ejemplo, los coptos de Egipto, los siriacos y maronitas de Asia Menor, los caldeos de Mesopotamia, los cristianos de santo Tomás en la India, etc.) como indisolublemente unidas a él, y cultivará unas estrechas relaciones con ellas, defenderá sus derechos y apoyará sus causas.
También se podría entender Occidente no como civilización cristiana, no como Europa y Magna Europa en su totalidad, sino solo en su parte occidental, siguiendo la antigua división entre el Imperio romano de Occidente y el Imperio romano de Oriente, entre el mundo latino y el mundo griego, entre Roma y Constantinopla. Sin embargo, incluso en este caso, las cuentas no cuadran; de hecho, la división Roma/Bizancio presupondría considerar también a Grecia, Rumanía, Bulgaria… y la misma Ucrania, como Oriente. Si los rusos ortodoxos son cismáticos, también lo son los ucranianos, que en su mayoría son también ortodoxos. Al universo bizantino-eslavo pertenecen la Rusia ortodoxa y también, en una muy amplia mayoría, Ucrania, tanto ortodoxa como uniata. Si Rusia es el Este (y no el Oeste), también lo es Ucrania, con la posible excepción de la antigua Galitzia Oriental de los Habsburgo. Si Grecia, Rumanía, Bulgaria y Ucrania son Occidente, está claro que la frontera de Occidente no es la antigua frontera con el mundo bizantino y que el criterio no es el cisma de 1054.
Entendidos así Occidente y Europa, hay que decir que Rusia es geográficamente Europa hasta los Urales y forma parte de la civilización europea. La tradición espiritual y litúrgica de Rusia, el arte figurativo sagrado y profano, la música, el teatro y la literatura son puntos culminantes de la civilización europea. Juan Pablo II expresó este concepto cuando dijo que Europa debía considerarse «desde el Atlántico hasta los Urales». Rusia es Occidente en un sentido «esencial». Además, en su historia milenaria, ha desempeñado conscientemente en varias ocasiones el papel de guardián de los cristianos perseguidos o sometidos a un poder temporal no cristiano: en la época de los zares con los armenios frente al Imperio turco, con respecto a los griegos y los serbios promoviendo su independencia nacional frente al sultán otomano, recientemente en Siria impidiendo que las fuerzas yihadistas del califato establecieran un régimen islamista, en el Líbano, Egipto y Artsaj protegiendo a los cristianos armenios de la violencia de los azeríes islámicos.
Considerando a Occidente como civilización cristiana, no se puede dejar de tener legítimas dudas sobre el protestantismo luterano, dada su ruptura con la revelación divina (Sagrada Escritura y Sagrada Tradición confiada por Dios a la Santa Madre Iglesia), su radical opción antimetafísica y antijurídica y, por tanto, su imposibilidad de reconciliarse con la herencia clásica grecorromana. El protestantismo rechaza de raíz la razón especulativa, el conocimiento del ser, el realismo gnoseológico-metafísico, la concepción ético-finalista de la política, el naturalismo clásico y cristiano de los juristas romanos, de Cicerón y santo Tomás y la antropología clásica. Si Occidente es la civilización cristiana y el protestantismo hace que sea imposible la civilización cristiana, habrá que concluir que el protestantismo no es Occidente y, de hecho, es antioccidental.
Sin embargo, quienes hablan hoy de Occidente se refieren a países que son en su mayoría protestantes, al menos en su autoconciencia histórica, aunque ahora sean ateos en la realidad de sus élites, sus sistemas de poder y su cultura dominante.
Lo que hemos dicho se refiere al Occidente «esencial», pero según la comprensión actual del término «Occidente» podemos concluir que hoy se considera el sistema de democracias liberales situado bajo la hegemonía política y cultural de la angloesfera. Esta definición actual de Occidente difiere radicalmente del Occidente «esencial» entendido en su identidad cultural-histórica como civilización cristiana (ya sea en su totalidad o como civilización cristiana latina). Existen entonces dos ideas de Occidente: Occidente como cristianismo y Occidente como democracia liberal, Occidente como civilización clásica-cristiana y Occidente como modernidad/posmodernidad ideológica. Estos dos Occidentes no solo son distintos ni se pueden superponer, sino que son doctrinalmente irreconciliables.
Occidente, entendido en el segundo sentido, podrá entonces incluir a los pueblos y países católicos, protestantes, ortodoxos, islámicos, judíos, budistas y sintoístas, siempre que relativicen su condición de tales subordinándola al dogma de la modernidad ideológica laico-liberal. Occidente será la Turquía laica kemalista, el Estado de Israel, Corea del Sur y Japón, la Ucrania de Zelensky.
La doctrina y la historia nos dicen que estos dos modos de ser de Occidente no pueden combinarse para formar uno solo «por la contradicción que no lo permite» (Inf. XXVII, 120), al ser el protestantismo incompatible con la idea misma de civilización cristiana, el liberalismo y el democratismo unas ideologías condenadas por el Magisterio como irreconciliables con la Verdad, y al estar la masonería condenada por la Iglesia. Por no hablar del desarrollo actual en el ámbito de los llamados «nuevos derechos» que revelan cada vez más el rostro anticristiano de Occidente como sistema de poder progresista con pretensiones globales.
Utilizar el término «Occidente» de forma equívoca, haciendo creer que se entiende por civilización cristiana para significar, en cambio, Occidente como sistema de democracias liberales, es una operación intelectualmente incorrecta, de una verdadera transferencia ideológica, realizada a menudo en detrimento de los católicos, del cristianismo a la modernidad y la posmodernidad, lograda mediante el uso equívoco y cautivador del término «Occidente».
A lo largo de la historia ha habido muchas pruebas del conflicto entre las dos concepciones de Occidente. Por ejemplo, el choque histórico entre la España católica de Felipe II y la Inglaterra protestante de Isabel I; el empeño constante de Inglaterra como potencia anticatólica y antipapista, incluido el papel que desempeñó en los acontecimientos que condujeron al fin de los Estados Pontificios y al nacimiento del Risorgimento italiano; el intervencionismo de Estados Unidos en la guerra cristera de Méjico; la política de los propios Estados Unidos en América Latina de oponerse a los pocos y valientes intentos de establecer regímenes políticos que respondieran a la idea de res publica christiana; el empeño de las potencias «occidentales» de desmembrar tras la Primera Guerra Mundial el Imperio austriaco, el último Imperio cristiano en Europa; la triste situación de los cristianos tras las recientes guerras en Kosovo, Libia, Iraq y Siria.
Occidente, entendido como civilización cristiana, ha sufrido un largo proceso de secularización y descomposición interna, y esto ha ocurrido tanto en las democracias liberales como en Rusia. Un ejemplo es el comunismo. A partir de los acontecimientos que siguieron a la Revolución rusa de 1917, es habitual contraponer el Occidente liberal-democrático al comunismo soviético de Rusia. Sin embargo, el comunismo es un producto de Occidente como degeneración de la civilización cristiana. El Manifiesto del Partido Comunista fue escrito por un alemán en Londres y Lenin fue enviado en un vagón blindado desde Suiza a Rusia. El marxismo representa la realización ideológica de la modernidad occidental, pues sintetiza la gnosis alemana (de raíces luteranas) de Hegel y el pensamiento inglés del siglo XIX (positivismo, evolucionismo, economismo). La guerra fría entre la democracia liberal y el social-comunismo no fue, por tanto, un enfrentamiento entre Occidente, entendido como civilización cristiana, y un anti-Occidente marxista. Se trata más bien de una guerra civil interna de Occidente entendido como modernidad ideológica. El gran ausente en la guerra fría fue precisamente Occidente como civilización cristiana, reducido a la marginalidad geopolítica y que solo sigue vivo en el magisterio social de Pío XII… y luego, en algunos aspectos, en el de Juan Pablo II.
El social-comunismo es tan occidental que hoy, mucho más que en la nostalgia soviética de una minoría de rusos y bielorrusos, se encuentra poderosa y vencedora en la socialdemocracia del norte de Europa, en el social-capitalismo de control social de la Unión Europea, en Canadá, Australia y en muchos países «occidentales», en el socialismo que también se ha infiltrado en la política estadounidense (con una poderosa aceleración bajo la presidencia de Obama), en el trotskismo y el gramscismo tan de moda entre académicos e intelectuales anglosajones, en el marxismo cultural de los diversos movimientos occidentales de carácter racial o de género, así como en la llamada cultura de la cancelación.
Occidente como civilización cristiana languidece tanto en Oriente como en Occidente, tanto en las democracias liberales del relativismo nihilista como en Rusia tras el fuerte efecto secularizador de las décadas de comunismo. Las dos realidades forman parte del mismo Occidente, tanto por su origen común en la civilización cristiana, como por su participación común, naturalmente con las debidas diferencias históricas y culturales, en la degradación de esa misma civilización cristiana. En ambos «mundos», sin embargo, se advierten también nuevos fenómenos de rechazo al Occidente de la libertad sin criterio y de un globalismo impuesto y asfixiante, a la sociedad artificial impuesta por el poder como algo natural. En ambos campos, estos fenómenos suelen ser todavía ambiguos. En Rusia, por ejemplo, las contradicciones y ambigüedades se refieren al pasado soviético, a la fascinación social ejercida por muchos elementos laico-liberales de los años 90, a la referencia al modelo imperial zarista y a la tradición eslava, con especial atención a la dimensión religioso-espiritual representada por la ortodoxia. Rusia no expresa el cristianismo latino, no es una potencia católica. En todo caso, quiere ser una potencia eslava, imperial, bizantina (Tercera Roma) y ortodoxa. Por lo tanto, no puede responder a la necesidad de una política católica. Sin embargo, los fenómenos de reacción consciente al nuevo globalismo de la civilización vacía de Occidente, nacida del rechazo de la civilización cristiana, son dignos de atención tanto cuando se producen en el Oeste como cuando se producen en el Este del único Occidente «esencial».
En este momento de crisis totalmente interna de Occidente y no entre Occidente y algo contrapuesto a él, es importante recuperar el sentido del Occidente «esencial» -que no es el Occidente que nos impone el pensamiento dominante-, renovar el compromiso con el verdadero Occidente, es decir, con la civilización cristiana basada en la correcta relación entre la razón y la fe, resistir y reaccionar ante las oposiciones interesadas, y contribuir a desarrollar el germen de la verdadera libertad frente a las pretensiones globales de un Occidente con el alma vacía.