La existencia del padre Pro, en general, pero sobre todo durante el corto lapso en que vivió en México, fue realmente azarosa. En una misiva que le escribió al Provincial le decía: «La situación es muy delicada aquí; hay peligro para todo…Sin embargo, la gente está muy necesitada de auxilios espirituales…, no hay sacerdotes que afronten la situación, pues por obediencia o por miedo están recluidos». Y en otra carta a un presbítero amigo: «La falta de sacerdotes es extrema; la gente muere sin los sacramentos y los pocos que quedamos no nos damos abasto. ¿Los pocos que quedamos? Ojalá todos trabajaran un poquito, que así las cosas no andarían tan mal: pero cada uno es dueño de su miedo». Era, pues, importante que los sacerdotes perdieran el temor que, al parecer, paralizaba a no pocos de ellos: «El miedo -decía Pro- no es mi defecto dominante y ese es el que impide que se haga por aquí algo en favor de esta grey abandonada». El hecho fue que los últimos meses de su vida, de abril a septiembre de 1927, estuviesen signados por especiales peripecias.
Como a menudo debía pasar inadvertido, se veía obligado a buscar disfraces. A Guadalajara llegó cierto día camuflado con un traje de charro mexicano; aun a sus compañeros les costó reconocerlo bajo las anchas alas del típico jarano. En otra ocasión la policía logró detenerlo, pero por su facha no pudo identificarlo con el cura al que se había dado orden de detener. «Mi aspecto de estudiante tronado -decía- aleja todas las sospechas de mi profesión. Con el bastón en la mano unas veces, otras seguido de un hermoso perro policía que me regalaron, y algunas montado en una bicicleta de mi hermano, voy de día y de noche por todas partes haciendo el bien». Y continúa: «He confesado en las mismas cárceles, pues como los presos por la cuestión religiosa son numerosos y los infelices carecen de muchas cosas, yo les llevo comida, almohadas, o sarapes, o dinero, o cigarros, o todo junto». Variadísimos fueron los disfraces y las tretas a que recurrió para meterse en los lugares más impensados.
Por cierto que era bien consciente del sacrificio que dicho comportamiento implicaba: «Si tuviera vida de comunidad, el peso disminuiría en un noventa por ciento, pero corriendo de ceca en meca, andando y trajinando en camiones sin muelles, espiando disimuladamente a los que nos espían, y con la espada de Damocles que nos amenaza en cada esquina con la Inspección y los sótanos… Vamos, que casi preferiría ya estar en la cárcel para descansar un poco… ¡Me rajo, me rete rajo de esa barbaridad! Pobre gente, pobrecita, ¡posponer el bien de sus almas por una comodidad del cuerpo! Al pie del cañón, hasta que el Capitán y Jefe ordene otra cosa, porque no por mis fuerzas sino gratia Dei mecum, perseveraré hasta el fin».
El año 1927 sería para él un año de gracia, aunque no lo supiese. Un año realmente surcado de peligros. Sus ministerios ya no podían ser tan públicos como lo habían sido antes, pues el peligro que corría era inminente. El no dejaba de reírse de ello. “Aunque mi suegra -dice en una de sus cartas-, la señora CROM diga y afirme que me llevará a los sótanos [prisión de la policía] o a las Islas Marías; y aunque jure y perjure que castigará con mano de hierro los delitos nefastos, como los que vamos a perpetrar mañana, yo no temo sus amenazas, ni temeré sus balas. Pueden ustedes invitar a la misa a las personas que quieran. Hagan y deshagan con entera libertad.» En cierta ocasión le llegaron noticias alarmantes, a raíz de lo cual escribió: «¿Será la última comunión que les dé? ¡Quién sabe! Es demasiada gracia para un tipo como yo, el merecer honra tan grande como el ser asesinado por Cristo. Aunque fuera de los del montón y de chiripazo… ya me contentaría. Pero no se hizo la miel para la boca de Miguel». Es cierto que de hecho había eludido ya varios y sucesivos peligros, como le escribe al Socio del Provincial: «¡Tan palpable veo la ayuda de Dios, que casi casi, temo que no me maten en estas andanzas, lo cual sería un fracaso para mí que tanto suspiro por ir al cielo a echar unos arpegios con guitarra con mi ángel de mi guarda!»
Poco antes había estado actuando en Toluca, de lo que le da cuenta por correo al padre del Valle: «¡Ya me había hecho un dilema en bárbaro [por juego dice «bárbaro» en vez de «bárbara», que es una forma de silogismo] para evitar las dudas de mi escrupulosa conciencia: o me llevan a presidio durante el triduo o no me llevan; si no me llevan doy el triduo y honro a Cristo Rey, si me llevan seguiré dando el triduo con oraciones y penitencias en «la chinche» y honro de igual modo a Cristo Rey. Luego el triduo se dio y para mucha rabia del señor diablo, que tuvo que doblar la rodilla ante el único Rey de cielos y tierra». Enseguida regresó a México. No le quedaban más que23 días de vida. Esperaba, por cierto, señala el padre Ramírez, que Dios le iba a conceder la anhelada gracia del martirio, pero no se imaginaba que estuviese tan cerca el día por el que había suspirado con tanto ardor. Debió entonces ejercitar su ministerio con gran sigilo, espiado por centenares de agentes. Cuando hacía visitas a domicilio tenían que ser anunciadas de antemano, y si se trataba de alguna reunión, la convocatoria era de persona a persona.
Pero él no se arredraba, prosiguiendo sus visitas a las cárceles, debidamente camuflado, por cierto, para alentar a los allí detenidos. «Si los carceleros supieran qué clase de pájaro era yo, ya hace tres meses que estuviera desecándome en la sombra. Y qué grandes son las ganas que me entran a veces de gritar: Oiga Ud., don alcalde, yo mismo soy el promotor de esas conferencias religiosas; yo soy el que ha emperiquetado a esos muchachos para que hablaran; yo soy el que los confieso en sus mismas narices. ¿Será Ud. tan pazguato que no me eche el guante siquiera por quince días? Pero no se hizo la miel para la boca del asno y sólo Dios sabe la honra que sería para mí ir a pasar los días y las noches en un cuarto pequeño, donde hay ochenta personas que no se pueden ni sentar, mientras se ahogan por el fétido ambiente que se respira en esos antros. ¡Uds., compadritos míos, pidan a Dios porque se realicen mis sueños dorados! ¡Un jarabe tapatío prometo al santo más mustio, si logro que se lleve a efecto la orden de prisión que se ha dado contra mí!».
En carta de25 de mayo de 1927 informa:
“Últimamente no he tenido lances policíacos, pues el más reciente fue con uno de la reservada que me aseguraba por los 15 Pares de Francia que yo iría a la cárcel y yo casi le juraba que por las barbas de Mahoma no iría. Tan pesado se puso que casi me dieron ganas de abofetearlo, pero acabé por decirle: -Mira, majadero, si me llevas a la cárcel ya no podré confesar a su mamacita… –Ud. perdone, padrecito; ya ve Ud. cómo están los tiempos, váyase cuanto antes. -¿lrme..? El que te vas eres tú, y no a la Inspección sino a decirle a tu mamá que hoy por la noche voy a su casa a confesarla y que mañana le llevo la comunión, a ver si por ese medio se logra que tú te confieses, gandul, sinvergüenza, demonio…-¡Ah qué padrecito tan tres piedras! -Pues una me bastaba para romperte la mollera… Al día siguiente mi amigote asistió a la comunión de su madre, creo que pronto se la llevaré a él.”
Otra graciosa historia:
“Me encontraba una noche solo en mi recámara estudiando, cuando con espanto me avisan que me buscaba un hombre, vestido de revolucionario. Díganle que entre. Se presentó un gigantón prieto, armado hasta los dientes, quien me pregunta con voz áspera y ronca. -¿tiene Ud miedo? -¿Miedo?, le respondí. ¿De qué? Sólo temo al pecado, y fuera de eso, a nadie. ¡No temo ni a Dios, mi Padre, que es tan bueno! -¿Y a mí tampoco me tiene Ud miedo?, prosiguió. -Menos aún que a nadie, le dije, ¿y por qué habría de tenérselo? -Pues quiero hablarle a solas, siguió diciendo el bárbaro. -¡Muy bien! Siéntese Ud.!, le dije. -No, señor, yo no me siento. ¡Porque lo que tengo que decir no se puede decir sino de rodillas! Y se confesó con tanto dolor y tal contrición, que las lágrimas rodaban de sus ojos, del tamaño de un aguacate. Y yo, que no puedo ver llorar sin enternecerme, ¡dejaba caer unas lágrimas como tejocotes que caían en el suelo y volvían a retachar en el techo!”
Un tercer relato:
“En otra ocasión al ir a decir misa en una barriada, me topo de buenas a primeras con dos genízaros que custodiaban la casa en que iba a celebrar. -Diablo, me digo, esta vez la jerramos. Entrar era exponerse, volver grupas era miedo, dejar encampanada a la gente que estaba adentro era infame. Con el mayor descaro de que soy capaz, me paro en frente de los técnicos [policías], tomo el número de la casa, me desabrocho el chaleco, como si quisiera enseñarles mi tierno corazón, y guiñando el ojo, les digo: -¡Aquí hay gato encerrado! Ellos me saludan militarmente y me dejan pasar. Me creyeron uno de la reservada que les mostraba la placa que llevan ellos dentro del chaleco. -Ora sí que hay gato encerrado, me dije yo, al trepar de tres en tres escalones. Imposible fue decir la misa. La gente, al verme llegar, se puso lívida. Y a no ser por mis puños que impidieron un atropello a mi persona, aseguro a Uds. que a estas horas estaría todavía encerrado en un ropero, lleno de chinches, donde la cantidad de los feligreses quería embarrarme. -Pero, benditos, les dije, si ahora es cuando podemos estar más seguros puesto que los técnicos nos cuidan la casa. Pero… ni agua [todo inútil]. Por las once mil vírgenes me rogaron saltara por la azotea. Yo tomé mi sotana, hice una pirueta, a modo de saludo. Y con el tradicional cigarro en la boca, me salí por donde entré, no sin recibir dos soberbios saludos militares de los genízaros; saludos que dieron envidia a un carnicero gordo que vivía en frente y a un peluquero chato que acariciaba a su gato en el mostrador de su tendejón, llamado «El trompezón».”
Ya había aprendido cómo tratar a la policía:
“Una vez -cuenta él mismo- eran las seis de la mañana. Distribuía yo la santa comunión en una casa o estación eucarística. De pronto una de las criadas entró gritando: «¡los técnicos!» La gente se asusta, palidece, me mira. -Aiga paz, les digo; escondan los chales, distribúyanse por las piezas y no alboroten. Yo andaba ese día de cachucha, con un traje gris claro, que con el uso ya se está poniendo oscuro. Saco un cigarrillo que acomodo en una enorme boquilla y llevando al Santísimo dentro del pecho recibo a los intrusos. -Aquí hay culto público, me dicen. -No la amuelen, les respondo. -Pos sí, señor, aquí hay culto público. -Pos ora sí, vecinos, ¡que los hicieron patos! -Sí, yo vi entrar el cura. -¡Ah cómo eres hablador! ¡Media de aguardiente a que no hay cura! -Hay orden de registrar la casa. ¡Síganos! -¡Pos no más eso me faltaba! ¿Yo seguir a Uds? ¿Una orden de qué chivo? ¡A ver mi nombre! ¡Paséense por toda la casa y cuando encuentren al «culto público” vénganme a decir Pa ir a oír misa! Ellos comenzaron a recorrer la casa; pero por prevenir mayores males entre la gente extraña que había allí, me voy tras ellos, y como muy conocedor de la casa les voy indicando lo que había detrás de cada puerta cerrada. Excuso decirles que por ser la primera vez que andaba yo por esas interioridades, afirmé ser recámara lo que luego resultó ser escritorio, y donde coloqué el cuarto de costura se encontró el W.C. No se encontró al tal cura y los taimados cuicos se pusieron de guardia en la puerta de la casa. Yo me despedí, choteándome con ellos, y diciéndoles que, a no ser porque tenía que ir a acompañar a mi novia a la oficina, me estaría con ellos hasta que celaran el guante al atrevido cura que así burlaba la exquisita vigilancia de los perspicaces técnicos.”
Otro día en que iba caminando por la calle, se le acercan dos policías, muy convencidos de que al fin habían echado el guante al que tanto buscaban. Con mucho aplomo el padre sale a su encuentro y les habla con tanta serenidad y bromea tan cordialmente que ellos empiezan a dudar… para que acabasen de tragar el anzuelo los invita a un café, ordena que sirvan a todos una buena merienda y bebe una copa a su salud. Se cuenta fácil, pero resulta innegable que se necesitaba una presencia de ánimo no vulgar para saber encontrar la salida adecuada. En cierta ocasión advirtió que dos agentes corrían tras él y le estaban por dar alcance. Dobló entonces por la primera esquina y vio a una dama, a la que felizmente conocía, una ferviente católica. Le guiñó el ojo dándole a entender que se encontraba en una situación delicada, lo que ella comprendió. Se tomaron del brazo y lentamente se pusieron caminar como dos enamorados… Diez segundos después, llegan los policías. Miraron por todos lados. ¡El pájaro había volado! Sólo quedaban dos tortolitos. Como comenta el padre Dragón, no fue la primera vez que recurrió a damas para obligarlas a hacer trabajos… de Acción Católica.
¡Una vida signada por el peligro! Aún hoy se muestra en el Paseo de la Reforma, que es la avenida más amplia de la ciudad de México, cerca del monumento de la Independencia, un banco de piedra en el que se solía sentar el padre Pro para tomar fresco. Los fieles sabían que era un lugar convencional que él había elegido para confesar a los que lo quisieran. Cada tanto un paseante se acercaba al padre, trababa conversación con él, fumaba un cigarrillo, y finalmente hacía su confesión, bajo la tranquilizante protección de un policía, apostado en la esquina. “A pesar de la estricta vigilancia de la policía secreta -escribía al padre-, a pesar de que hay en la ciudad más de diez mil agentes, confieso, bautizo, bendigo matrimonios, llevo el santo viático a los moribundos»