Actualmente entendemos el poder político del estado como un mal que hay que soportar, ya que se ha perdido el sentido de «bien común» hacia el cual nos debería guiar el mismo estado y -actualmente- la palabra «político» puede reemplazarse sin problemas por «despótico». Por consiguiente, se entiende mal una de las funciones del estado: la de ayudar a las sociedades inferiores a alcanzar el bien común, mientras mantiene su autonomía formando aún parte del todo de la sociedad política. En este artículo, vemos como Juan Antonio Widow (Valparaíso, 1935) explica claramente cada uno de estos elementos.
En nuestros países podemos ver el vaciamiento de este principio aplicado a la educación de los hijos. Es un atropello a la potestad natural de la familia el poder educarlos en virtudes -por ejemplo, «católicas»- ante lo cual el estado no puede arrancar esa tarea que corresponde a los padres. Del mismo modo, podemos ver como una desvirtuación de este principio en los planes de subsidios del gobierno que no pasan de ser demagógicos. Los dejo con Juan Antonio Widow.
Juan Antonio Widow. El hombre, animal político. Mendoza, 2001. VI. Participación en el orden político (pp. 159-164 )
1. El organismo político
LA SOCIEDAD política, según se ha visto, es una sociedad de sociedades; es semejante a un cuerpo vivo constituido por diversos órganos que tienen, cada uno, vida relativamente distinta, por ser distintos sus fines inmediatos y sus condiciones de funcionamiento. Por cierto, la sociedad política no es, en estricto sentido, un todo orgánico, pues carece de unidad substancial, pero la analogía vale para mostrar, primero, que no es en su esencia un todo integral, resultado de la mera agregación de partes cuantitativas, y, segundo, que por consistir en la unión de las partes en cuanto tienden a un fin común, es decir, en cuanto cumplen con funciones complementarias en orden a la participación del bien común completo, más se asimila a la unidad de un todo orgánico, vivo, que a la de un cuerpo inerte. Como en toda analogía, aquí lo importante es percibir los aspectos comunes.
En el cuerpo vivo, ningún órgano puede suplantar la función de otro sin desmedro grave del organismo completo. Cada uno cumple con una finalidad que no es la de mantenerse a sí mismo y ser independiente, aprovechando el beneficio aportado por los demás órganos, sino la de cooperar a la vida saludable del todo: sólo así, manteniéndose sano el organismo completo, esta salud revierte en los órganos particulares. Todo desequilibrio en este sentido constituye lo que se denomina enfermedad. La salud no es un estado especial del organismo, sino la carencia de estados especiales, es el resultado del funcionamiento armónico de las partes. La enfermedad sobreviene cuando, al fallar una de éstas, las demás se resienten de esta falla, debiendo retraerse el organismo a suplir de algún modo la privación que padece.
En la sociedad política están comprendidos, por lo menos en germen, todos los estados y actividades mediante los cuales los hombres alcanzan de alguna forma su bien, pues es la complementación de todos ellos en la participación del bien humano completo.
En la sociedad política están comprendidos, por lo menos en germen, todos los estados y actividades mediante los cuales los hombres alcanzan de alguna forma su bien, pues es la complementación de todos ellos en la participación del bien humano completo. Es por esto esencial para la vida de la sociedad política, esencial para su salud, que las partes no decaigan en su vida propia y específica, y que se fortalezcan logrando así la relativa autonomía que les compete Ahora bien, para que esto sea así, es fundamental que las partes actúen como partes, es decir, teniendo el bien del todo como su fin
principal. Y si alguna de ellas decae o pierde la capacidad para alcanzar sus metas específicas, la sociedad completa, mediante el gobierno político, debe prestar el remedio para fortalecerla en lo suyo o, en su defecto, para suplir de algún modo su función, y de esta manera mantener el equilibrio requerido para la normal existencia del todo.
2. Potestades sociales
Las partes de la sociedad política son las sociedades menores en ella comprendidas. Ahora bien, si se atiende al aspecto activo de la sociedad política -que es lo que la define esencialmente-, en cuanto común operación de las partes con vistas a bien humano completo, se puede observar que a cada una de esas partes corresponde también una potestad específica, definida por la función que le compete en orden al bien común.
Si desaparecen estas potestades particulares, desaparece también la sociedad política, que las supone así como el organismo supone la actividad de sus órganos.
Si desaparecen estas potestades particulares, desaparece también la sociedad política, que las supone así como el organismo supone la actividad de sus órganos. Cada sociedad particular tiene, de este modo, un fin también particular, subordinado al fin político pero diverso formalmente de él, y tiene por lo mismo la autoridad y la potestad directas respecto de todo lo inmediatamente pertinente a ese fin. La potestad familiar, por ejemplo, en lo referente a la educación de los hijos, es específicamente diversa de la potestad política: ésta la supone, y en su acción no puede ignorarla, invadirla o suplantarla, pues esto significaría la anulación o desvirtuación de ambas; lo cual no implica, sin embargo, que le sea ajena e indiferente. A la potestad política compete gobernar a las potestades inferiores, de modo semejante a como le compete a la razón gobernar las facultades sensitivas: debe procurar su fortalecimiento en todo lo que les pertenece, exigiéndoles al mismo tiempo que se ordenen eficazmente a su bien más alto, el bien común político.
Entre las potestades menores que son formalmente irreductibles a la potestad política y que deben ser gobernadas por ésta al bien común, se hallan, además de la que corresponde a la sociedad familiar, que es la base de todas, las que pertenecen a las sociedades locales (municipios, regiones, etc.) y a las gremiales (corporaciones profesionales, escuelas, universidades, empresas económicas, etc.). Se ha visto ya que la imbricación mutua de todas ellas constituye ese todo autosuficiente en el orden del bien completo del hombre, que es la sociedad política: ahora son consideradas desde la perspectiva más precisa, de sus funciones u operaciones específicas, en cuanto son partes de la operación global de la sociedad política tendiente a ese bien completo, bien más perfecto y propio de cada una de ellas.
El ejercicio armónico de todas estas potestades sociales, en su subordinación a la potestad superior, se rige por dos principios que explican la naturaleza del todo político: los de totalidad y de subsidiariedad. Ambos se afirman sobre el supuesto básico de que dicha subordinación no es despótica sino, justamente, política, es decir, que la potestad superior no determina de modo directo a las inferiores -en cuyo caso no serían éstas, en sentido estricto, potestades-, sino que las dirige teniendo en cuenta su propia capacidad de determinación.
3. Principio de subsidiariedad
La palabra subsidium designaba originalmente a las tropas que formaban la línea de reserva, las cuales debían estar dispuestas a intervenir en el combate para explotar el éxito o para fortalecer los puntos débiles. De allí ha pasado a significar de modo general todo auxilio o apoyo que presta una persona o una sociedad a otras. Esta significación supone, como algo obvio, que quien presta el auxilio y quien lo recibe guardan su respectiva identidad, es decir, que la acción de apoyo no lleva consigo la absorción, el sometimiento servil o la suplantación del segundo por el primero.
La subsidiariedad, vista como rasgo propio de la relación entre sociedades, significa, en consecuencia, el apoyo o auxilio que una da a otra con el objeto de que ésta se afirme en lo que le es propio. Si se habla, por ejemplo, de subsidio a la investigación científica, esto designa la aportación de medios a quienes tienen la capacidad para desarrollarla: quien da el subsidio -el estado, un mecenas, una fundación, etc.- no pretende ponerse en el lugar del investigador, para determinar todo lo relativo a su tarea, sino que supone la autoridad que éste tiene en lo suyo y la relativa autonomía que ha de poseer en su actividad.
Quien presta el auxilio y quien lo recibe guardan su respectiva identidad, es decir, que la acción de apoyo no lleva consigo la absorción, el sometimiento servil o la suplantación del segundo por el primero.
A pesar de que la subsidiariedad se refiere en general a la relación de dependencia en que se hallan diversos tipos de sociedades, o incluso individuos, el uso más frecuente del término es para significar la relación en que se encuentra la potestad política respecto de las potestades menores, señalando el apoyo que ha de prestarles para la consecución de sus fines específicos, sin invadir sus fueros ni suplantarlas en sus funciones propias. Al enunciar la subsidiariedad como principio, se indica, por tanto, la norma que debe regular esta relación.
Una interpretación unilateral del principio, bastante frecuente, lo reduce a su sentido negativo. Así, lo esencial a él sería el deber que tiene la potestad política de abstenerse de intervenir en todo lo que las sociedades menores sean capaces de realizar por su cuenta, a menos que éstas requieran de su auxilio, el cual habría de darlo sólo con el objeto de que se consoliden en su autonomía. Si el sentido del principio se redujera a esto, significaría simplemente que la actitud que debe guardar el gobierno político frente a cualquier juego de poderes es la de prescindencia: mientras esos poderes se desplieguen de acuerdo a sus intereses, aquél no debe inmiscuirse para nada, conservando una posición neutral. Este criterio, al asumir sólo ese aspecto negativo del principio de subsidiariedad, lo absolutiza. Supone que los individuos y las sociedades menores son del lodo autónomos, siendo la potestad política, en consecuencia, una especie de mal menor, tolerable sólo en la medida en que se limite a la función del policía que debe cuidar que se respeten las reglas definidas por los poderes en juego.
El principio de subsidiariedad, en su aspecto negativo, no señala solamente una limitación entre poderes, sino entre potestades legítimas, en el sentido de que a cada sociedad corresponde una potestad específica que no puede ser sustituida por otra, aunque ésta sea superior. La potestad superior, en cuanto tal, dirige a la inferior por ser ésta parte de un todo, lo cual requiere que la apoye para que disponga de lo que necesita en su nivel de competencia, y que, en situación de emergencia, la supla en la privación o debilidad que la afecten, con el fin de que por ello no sufra el bien común.
Lo cual es muy distinto a pensar que los poderes inferiores, en la medida en que se fortalezcan, hagan innecesarios a los poderes superiores: ésta es, sin embargo, la interpretación que se da al principio desde una perspectiva liberal, sobre todo cuando se lo propone como criterio regulador de las actividades económicas. Por esto, es insuficiente formularlo mediante la sentencia de que lo que pueden hacer las sociedades menores no debe hacerlo el Estado, pues la ambigüedad que tiene en castellano la palabra puede -al significar indistintamente la potencia física y la facultad moral- impide que en esa expresión se entienda clara y distintamente el principio en su sentido recto.