La verdadera libertad es la que nos permite elegir interiormente el bien. Entonces, seremos más libres cuando podamos elegirlo sin obstáculos.
Mientras más grande sea ese bien y nosotros tengamos menos obstáculos interiores para ir hacia él, seremos más perfectamente libres…. Aunque estemos encarcelados, aunque estén a punto de quitarnos la vida.
Un ejemplo de esa libertad interior la vemos en los santos que vuelan hacia a Dios sin ataduras terrestres porque tienen su corazón en el Cielo, no en las cosas de la tierra.
De manera especial, lo vemos en los mártires. Ellos, a pesar de estar encadenados y con un verdugo en el cuello, ellos han elegido el Cielo con una fortaleza tan grande, que ni la muerte les puede cambiar esa elección.
Entonces, la libertad es en primer lugar, interior. Depende de tu voluntad y de las elecciones que hagas. Pero no de cualquier elección, como piensa el mundo moderno, que “ser libre” es no tener coacción externa, es decir, que puedas hacer lo que quieras. Eso no es la libertad cristiana. Aquí hablamos de las elecciones que hagas para elegir lo bueno, lo mejor. Es decir, el bien más grande. Mientras más grande sea el bien al que te diriges y tienes menos obstáculos, mayor es tu libertad. Por eso, cuando elegimos a Dios y nos elevamos por sobre las cosas de la tierra, entonces somos realmente libres.
Quitemos los obstáculos interiores que no nos permiten elegir a Dios, que no nos permiten perseverar en su búsqueda, que no nos permiten ser libres. ¿Cuáles son? La dificultad de perdonar, las pasiones desordenadas (cólera, tristeza, sensualidad), la vanagloria, etc. Todas las cosas que nos atan a la tierra.
San Jerónimo: “Cada uno es esclavo del que le ha vencido. Allí, pues, tiene su corazón donde tiene su tesoro”.
San Agustín: “así como el oro se deteriora cuando se mezcla con plata pura, así también nuestra alma se mancha cuando se mezcla con la tierra, por muy buena que sea en su clase”.
Pidamos a la Virgen que nos dé la gracia de conocer más a Cristo en la oración diaria. Solo así podremos conocerlo sobrenaturalmente por la fe y amarlo por la caridad. Ese es el fin. Pongamos en él nuestro Corazón. Pidamos a María su Corazón.